viernes, 31 de octubre de 2008

Hola,
Soy Antonia Cortijos, empecé esta historia el sábado 12 de Julio y desde entonces, a excepción del momento en que tuve que desplazarme a investigar en Isla Plana, cada viernes os he transcrito, a mi manera, las cartas, mejor dicho, la información que me proporcionaba en las cartas Clara Ochoa. Una vez me llamó por teléfono pero salía número privado o sea que no pude anotarlo por si necesitaba hablar con ella. Todo esto os lo explico porque he dejado de recibir sus cartas, desconozco si será una cosa puntual o si por algún motivo que desconozco no quiere, o no puede enviármelas.
Quiero confiar en que esto será pasajero y en unos días volveré a recibirlas. Pero no me he quedado quieta, tengo un amigo en Telefónica al que estoy utilizando descaradamente. Intento ver si es posible averiguar su número por la llamada que me hizo hace unos días.
También es posible que Clara Ochoa haya enviado la carta y yo no la haya recibido o esté perdida así que si lees estas líneas por favor vuelve a enviarme la información que no me ha llegado.
La semana que viene saldremos de dudas. Bueno, yo antes que vosotros. Pero hasta el viernes no es nuestra cita.
Un abrazo muy fuerte a todos los que me visitáis. Gracias

viernes, 24 de octubre de 2008

Carmen Aguado (Segunda parte)

Cuando su mujer le habló de la cena y mencionó a Carmen Aguado, no se le ocurrió, ni por un momento, que podía tratarse de María del Carmen Quiroga Aguado, su prima Mar. Cuando entró en la sala la sorpresa fue el primer sentimiento, seguido de la incomprensión al ver que antes de que el pudiera abrir la boca, Mar se acercaba como si fuera la primera vez que lo veía.
–¡Señor Quiroga! ¡Hace tanto tiempo que deseo conocerle!
–Es Carmen Aguado, ya te hable de ella, la representante en España de Armand Poule.
Clara Ochoa se adelantó en ese momento para presentarle a la mujer que suponía una desconocida para su marido y siguió hablando sobre ella al objeto de facilitarle la mayor información posible.
–Tenemos que cuidarla mucho porque es la mano derecha de Puole –dijo con una sonrisa cómplice, mientras miraba a Carmen Aguado que se la devolvía divertida–, parece ser que no suelta un duro si ella no está de acuerdo.
Las dos mujeres rieron de forma distendida mientras Gerardo Quiroga se debatía entre acabar con aquel disparate o prolongar lo que consideraba una guasa estúpida de su prima Mar. Finalmente decidió seguirle la corriente.
–Encantado Carmen, me recuerda usted mucho a una pariente que hace años que no veo.
–¡Que estupendo! Así podré convencerle con mayor facilidad de los proyectos de Armand Poule.
–No creo que le cueste nada convencerme, al fin y al cabo son mis proyectos, aunque los productores sean dados a apropiárselos –la voz le salió ácida sin poder evitarlo.
­–Señor Quiroga, permítame que disienta, usted no sabe de qué vengo a hablarle. Se de sus proyectos, que al parecer tienen fascinado a Armand y que es muy probable que se acaben realizando, pero yo quiero mostrarle uno nuevo. Si le parece podemos pasar a su despacho para no aburrir a su esposa.
Clara Ochoa se sintió molesta por aquel claro desprecio, pero sabía lo que su marido se estaba jugando y no era el momento de responderle como se merecía. Se levantó, y con su mejor sonrisa, mirando a los ojos de Carmen Aguado, le contestó:
–De ninguna manera puede aburrirme, pero tengo demasiado trabajo y le agradezco la oportunidad de poder seguir con él. Es mejor que se queden en la sala, estarán mucho más cómodos, el despacho de mi marido es demasiado espartano.
Mientras decía estas palabras, Clara Ochoa se levantó y se dirigió hacia la puerta, pero antes de traspasarla se volvió, arrogante, y dirigiéndose a Gerardo Quiroga le advirtió:
–Querido, me olvidaba, a Carmen solo le gusta el whisky de malta –y sin esperar la respuesta, salió cerrando la puerta.
En cuanto lo hubo hecho, Gerardo Quiroga se enfrentó a su prima con un marcado malhumor:
–¿Pero qué pantomima es ésta? ¿A que coño estás jugando?
–Sigues igual de aburrido que siempre. Lo que tengo que decirte no quiero que lo escuche tu gitana.
–No te consiento que hables así de mi mujer.
–¿Tu mujer? ¡Pero si ni siquiera estáis casados! Además, no creo haber dicho nada insultante, es de etnia gitana ¿No? –la palabra etnia la resaltó con el tono de voz.
–Mar ¿Qué coño quieres? Si me la juegas con Poule puedo ser un enemigo peligroso.
–Aburrido y malpensado. Mi poder no es tan grande. Aunque quisiera, que no quiero, no podría hacer gran cosa, Armand Puole tiene mucho más ego que tú, si eso es posible, y ya ha decidido trabajar contigo. Nadie, y mucho menos yo, una simple representante, podría hacerle cambiar de parecer. No Nando, vengo a hablarte de un tema familiar. Cómo ya sabes, la tía Julia murió el año pasado sin testar.
–Ya os dije en su momento que no quería nada.
–Lo se, lo se, no voy por ahí, somos doce primos-hermanos y solo hay una casa. Yo la quiero. Y os estoy visitando a todos para acordar cuanto pedís a cambio de renunciar. Con el boom turístico-inmobiliario, los precios se han disparado en Isla Plana, pero la casa no es nada del otro mundo, en realidad solo aprovecharé el solar.
–¿Me estás diciendo que quieres tirar la casa de los abuelos?
–Si, tu famosa “Casa del Alma” ¡Menuda estupidez de nombre! Es un cuchitril, Nando, no puedo aprovechar nada.
–No
–No qué
–No voy a consentir que la tires, antes la compro yo ¿Cuánto piden los demás? ¿Cuánto pides tú?
La cara de la prima Mar evidenció el cansancio que todo aquello le producía, nunca había entendido a Nando y nunca le entendería. Desde muy pequeña siempre había oído la misma canción: “¡Es que Gerardo es un artista!” Todo se le disculpaba, era el preferido del abuelo Sebastián y María del Carmen Quiroga Aguado lo había odiado en silencio desde que tenía uso de razón. Había estado un año, desde la muerte de la última de sus tías, Julia Quiroga, preparando su venganza. Poco a poco había conseguido convencer a todos los primos y en aquellos momentos tenía en sus manos todas sus renuncias ante notario. Solo le quedaba Gerardo Quiroga, el artista de la familia, el que había rebautizado la casa con aquel estúpido nombre “La Casa del Alma” Lo miró, sin disimular los sentimientos de cansancio y desprecio que sentía en aquellos momentos.
–Háblalo con tu gitana, que te lea la mano, a mí me la leyó durante la cena, fue muy divertido. Resulta que conseguiré la casa de mi abuelo. Al principio alguno de mis primos estará en contra, pero finalmente lo lograré ¿Qué te parece? ¡Es buena esa gitana tuya!
Gerardo Quiroga estaba a punto de estallar. Todos sus músculos estaban en tensión y un dolor espeso, prieto, se le había instalado en la frente, sobre los ojos. Se la frotó con la mano para intentar despejarlo, pero no lo consiguió, lo intentó de nuevo frotándose toda la cara con ambas manos, pero solo logró evidenciar su desconcierto.
María del Carmen Quiroga Aguado estaba radiante, paladeaba aquellos momentos como si fueran el mejor caviar. Pero ella sabía que solo era el principio, llegarían mejores oportunidades, era hora de partir.
–Se me ha hecho tarde, cariño, tengo que marcharme. Ya te llamaré. Da recuerdos de mi parte a tu mujer –y de nuevo acentuó con el tono las dos últimas palabras, del mismo modo que lo había hecho con la término etnia–. No hace falta que me acompañes, sé dónde está la salida.
Los altos tacones de Carmen Aguado resonaron en la habitación con fuerza mientras se alejaba en dirección a la puerta, que cerró tras de sí suavemente.

viernes, 17 de octubre de 2008

Carmen Aguado (Primera Parte)

Carmen Aguado entró en la vida de Clara Ochoa tres meses después de morir su madre.
Aun sentía luto en el corazón, todavía era una mujer vulnerable, por eso no prestó atención a las señales, no supo, desde el inicio, que aquella mujer podía rodear de oscuridad su vida.
En aquellos momentos, mediados los 90, Gerardo Quiroga estaba siendo castigado por la crítica a raíz de su película “Techos de armiño” donde plasmaba la corrupción de los altos ejecutivos de empresas multinacionales, sus nóminas astronómicas, su mundo dorado, comparándolo con el poder que sobre el pueblo ejercían los señores feudales en la Edad Media, los reyes en la Moderna o los zares en el siglo XIX. El protagonista era un terrorista solitario, un iluminado que pretendía librar al mundo de los nuevos oligarcas, irresponsables y vacíos como la Corte de Luis XVI, que desembocó en la revolución francesa.
Los adjetivos menos envenenados eran infantil, simplista, luego llegaban los más acerados, visión deformada por sus creencias políticas, alarmista…
Era la primera vez que la crítica se le ponía en contra de una manera unánime y Gerardo Quiroga no se encontraba en condiciones de asumir un fracaso tan estrepitoso. Se aisló en su despacho sin querer ver a nadie ni recibir llamadas telefónicas. Clara Ochoa estaba desbordada, no sabía como reaccionar, también ella se encontraba en una situación de desamparo debido a la muerte reciente de su madre.
Una noche en que tenían que cenar con un productor francés, Gerardo Quiroga se negó a salir y se encerró en su despacho. Después de ruegos, e incluso gritos en los que Clara le exigía reaccionar, tuvo que optar por acudir ella sola a la cena, alegando una indisposición grave de su esposo.
Carmen Aguado estaba en esa cena como representante en España de Armand Poule y también hacía las veces de traductora entre él y Clara Ochoa, que no dominaba el francés hasta el extremo de sostener una conversación de negocios. También asistían la mujer del productor, Irene Rojas, la actriz que más películas había realizado junto a Gerardo Quiroga acompañada de su última pareja y Eduardo Asensio, abogado, soltero y altamente codiciado por las mujeres que no conocían su tendencia homosexual.
Carmen Aguado se sentó junto a Clara Ochoa y la primera sensación que tuvo fue de rechazo, se sintió incómoda, pero a lo largo de la noche esa sensación se fue diluyendo ante la amabilidad de aquella mujer pelirroja, de ojos verde oscuro, como un lago lleno de vida interior a la que no tienes acceso sino quieres ahogarte.
La cena fue exquisita y la conversación entretenida, inteligente, llena de finas ironías sobre el medio en el que se movían y los personajes que lo poblaban. Clara Ochoa se divirtió y supo jugar con prudencia en el momento de enfrentarse a la discusión de negocios.
Solo habían pasado tres días desde que se celebrara la cena cuando, hacia media tarde, mientras Clara Ochoa estaba trabajando en su estudio, entró la asistenta para avisarla de que una tal Carmen Aguado quería hablar con ella. La primera impresión fue de sorpresa, pero enseguida se alegró de volver a verla. Atravesó con paso ágil el largo pasillo que desembocaba en el comedor, luego la sala de estar y finalmente llegó al recibidor, una amplia estancia con un pequeño sillón de dos plazas, sobre el que descansaba una de las primeras obras de Clara Ochoa
–Hola Carmen, perdona mi aspecto, estaba trabajando, no esperaba a nadie.
–Tú siempre estás guapa, pero si vengo en mal momento puedo volver más tarde.
–No, no, pasa, pasa.
Carmen Aguado la siguió hasta la sala y ambas se sentaron en un sofá de tres plazas situado frente a la terraza.
–Tienes una casa preciosa. Toda la vida he deseado vivir en un ático, pero los precios se han puesto a un nivel que…
–La verdad es que Gerardo tuvo suerte, se lo compró hace un montón de años a la sobrina de una anciana soltera que había muerto, y como ella vivía en París…
–Tu marido siempre ha tenido suerte. Demasiado mimado por la vida.
–¿Conoces a Gerardo?
–No. He venido precisamente para hablar con él. Sobre el contrato con Armand Poule.
–¿Te apetece algo? Un café, un té…
–Nada caliente ¿tienes whisky de malta?
Clara Ochoa le contesta mientras se levanta del sofá y se acerca al pequeño bar situado junto a la puerta.
–¿Lo quieres solo?
–Con hielo, por favor.
Se lo entrega mientras le dice:
–Ten, voy a buscarlo.
Mientras se dirige al despacho de su marido su cara va perdiendo la sonrisa. No sabe con qué se va a encontrar y reza para que la puerta no tenga la llave puesta.
Tiene suerte.
Cuando llega, Teresa, que ahora cumple las funciones de secretaria, está saliendo al pasillo.
–¡No cierres, por favor! –le grita.
–Sigue con el humor torcido –le susurra Teresa cuando se cruzan.
–Pues tengo que sacarlo, está Carmen Aguado, la representante de Poule, es por el contrato.
–¿Quieres que entre contigo?
–No puede negarse a salir ¡es su proyecto!
–Estaré cerca por si me necesitas, yo puedo reñirlo como a un niño, obligarlo, a ti no te lo permitirá, es demasiado machito.
Clara Ochoa entra en el amplio despacho de su marido que hace también las funciones de pequeña sala de cine. En aquel momento Gerardo Quiroga está visualizando “Techos de armiño” por enésima vez.
–¿Qué ganas con torturarte?
–No me estoy torturando, quiero entender por qué. Es una buena película, mejor que muchas de las anteriores que tanto han alabado.
–Es el tema. Te lo dije el primer día, les asusta, no es que no puedan entenderlo, es que no quieren. Si aceptan tu tesis aceptan que en cualquier momento se puede ir todo a la mierda… Pero no volvamos a discutir otra vez sobre lo mismo, Carmen Aguado, la representante de Armand Poule está en la sala. Necesita hablar contigo. Arréglate un poco para salir.
La primera intención es negarse, pero algo en su interior lo alerta de que está jugando demasiado al límite, así que se levanta y se dirige al dormitorio para cambiar su bata por unos tejanos y una camiseta donde se puede leer el nombre de un conjunto de rock.
Clara Ochoa camina detrás de él, por eso, al entrar en la sala, no ve la expresión de Gerardo Quiroga al descubrir a la mujer esbelta, pelirroja, de aspecto elegante, que clava en él sus enigmáticos ojos verdes.

viernes, 10 de octubre de 2008

La Juana

Clara Ochoa tenía cinco años cuando vio por primera vez a su madre leerle las manos a una mujer alta, llena de aristas, con un elegante traje chaqueta y un anillo con una piedra que la fascinó por la luz que emanaba.

Su madre trató a la mujer con respeto y la acomodó, mientras ella y sus hermanos eran conminados a salir fuera. Clara Ochoa no se alejó de la chabola, sentía una tremenda curiosidad y se quedó sentada bajo la pequeña ventana que daba al comedor, escuchando una conversación que no entendía en su totalidad y que al cabo de quince minutos la aburría, así que se levantó y se fue a jugar con sus hermanos en una especie de pequeña plaza donde los niños de la zona se reunían. Lo que la dejó inquieta fue el cambio en la voz de su madre, más profunda, tranquila, utilizando extrañas palabras que nunca le había oído pronunciar.

Cuando vio partir en un coche rojo a la mujer alta llena de aristas, corrió a su casa para acribillar a su madre a preguntas. La Juana rió de buena gana y le dijo que era demasiado pequeña, pero que en cuanto cumpliera dos años más, empezaría a enseñarle un arte que había pasado de madres a hijas en su familia desde el principio de los tiempos.

Clara Ochoa recordaba todo eso, mientras contemplaba a su madre en la cama de hospital donde un cáncer de páncreas inoperable la tenía consumida. Hacía catorce horas que estaba allí, había pasado la noche con ella y esperaba la llegada de su padre para relevarla. La Juana no había abierto los ojos en ningún momento.

De pronto lo hizo y la brusquedad del gesto sobresaltó a Clara Ochoa que se acercó de inmediato:

–¿Estás bien mamá? ¿Te duele el vientre? ¿Quieres que llame a la enfermera?

La mujer la miró sorprendida y sus ojos brillaron.

–¡Hija! ¿Estas aquí? ¿Y tu padre? ¿Dónde está tu padre?

–Tranquila mamá, he pasado la noche contigo y papá está por llegar.

–No queda mucho tiempo criatura, dame tu mano.

–¡Mamá! Ya estamos otra vez, te lo he dicho mil…

La Juana no la dejó acabar, sus ojos brillaron con una intensidad que Clara Ochoa no recordaba.

–Me estoy muriendo, chiquilla…

–¡No digas eso, mamá, pronto…!

–Clarita, hija, necesito irme tranquila, necesito ver en tu mano, necesito saber que cuanto te tenía que decir ha quedado dicho.

Los ojos de Clara Ochoa empezaron a humedecerse, pero no quería llorar y menos delante de su madre. Respiró profundamente relajando el diafragma pero el nudo de sentimientos alojado en el pecho la impulsaba al llanto. Se sonó la nariz en un último intento por dominarlo.

–Está bien ¿cuál quieres?

–Primero la izquierda. Ponme un cojín detrás de la cabeza, necesito incorporarme un poco.

Obedeció sin rechistar, las lágrimas acariciaban su cara en su camino de descenso. Cuando la Juana se sintió cómoda agarró la mano izquierda de su hija y observó la palma minuciosamente, luego le dio la vuelta y le hizo cerrar el puño, que también contempló de forma prolija. Luego fue la mano derecha la que examinó con la misma atención. Al finalizar, su cara estaba envuelta en cenizas, le costó empezar a hablar.

–Antes que nada me has de prometer que leerás las manos de cuantos te rodean, de las personas a las que quieres y a las que crees odiar, una de ellas guarda un secreto que se resiste a ser revelado. Debes conseguir descubrirlo, que se manifieste, revelarlo al mundo, por ti y por el hombre que te ama.

–Casi no recuerdo lo que me explicaste cuando era niña. Solo entonces hice los ejercicios, luego lo dejé, me cogió miedo, ya sabes lo que pasó con Rafaela.

–No fue culpa tuya, cariño, fue ella quien tomó la decisión de matarse, tu solo le dijiste lo que te había sido revelado, tu don es muy fuerte ¡me recuerdas tanto a tu abuela! Llegaste hasta el fondo de su alma pero ella fue incapaz de enfrentarse a eso, era frágil, apática, apagada.

>>No tengas miedo, aunque yo me vaya siempre estaré a tu lado, te ayudaré. Tu vida no va a ser fácil, pero va a estar salpicada de momentos hermosos. Podrás resistirlo, eres más fuerte de lo que crees. No tendrás hijos, pero no estarás sola, siempre habrá alguien junto a ti para acompañarte y protegerte. Gerardo es bueno. Si no puedes amarlo respétalo, es lo mínimo que se merece. Solo tienes que mirarte a ti misma, lo que has conseguido, eres una señora. No te digo que se lo debas a él, pero de lo que puedes estar segura es que sin él no lo habrías conseguido. Estarías en el barrio, casada con un prepotente que te repudiaría por no poder darle hijos, estarías muerta para el clan. Pero tu muerte va a ser dulce, como la mía, rodeada de la gente que ames. Cuida tu corazón, es tu víscera más frágil. Siempre has sido mi niñita ¡estoy tan orgullosa de ti!

Las últimos palabras las dice en un murmullo, su respiración se fragmenta.

–Tranquila mamá –Clara Ochoa habla entre sollozos–, no te esfuerces, descansa.

–Necesito decirte algo más –la voz de la Juana es muy débil, Clara Ochoa acerca su oído a la boca de su madre–. Una mujer oscurecerá tu vida. Apártala de ti por todos los medios que tengas. Por todos, Clarita.

Acabó de decir su nombre y de nuevo cerró los ojos, como si toda la energía se le hubiera acabado de repente, fue entonces cuando, a sus espaldas, oyó la voz de su padre:

–¿Cómo ha pasado la noche?

Clara Ochoa se giró y se abrazó a él, intuía que aquellas serían las últimas palabras que le oiría a su madre.

Cuando regresó al día siguiente, lo hizo con el tiempo justo para verla morir.

viernes, 3 de octubre de 2008

Esther Winslow

Clara Ochoa estudió Bellas Artes en la Universidad Autónoma de Barcelona. Desde que se incorporó al mundo de Gerardo Quiroga el arte rodeó su vida, y la fue alimentando hasta conseguir que toda la sensibilidad que por herencia de raza poseía, saliera al exterior y se manifestara en la pintura.
La primera exposición, donde se alineaban cuadros en blanco y negro ejecutados con carbón y goma de borrar, fue un éxito que los desbordó a todos. Hasta el crítico de arte de El Periódico, Josep Mª Cadena, le puso tres estrellas y recomendó su visita.
Clara Ochoa se sentía realizada, feliz, y durante todo el año siguiente trabajó de forma obsesiva encerrada en la estancia que Gerardo Quiroga le había preparado, la más grande y luminosa de la casa.
Y organizó su segunda exposición. Su mente estaba llena de expectativas, y como en el cuento de la lechera, sus cuadros ya habían llegado a los museos más importantes del arte contemporáneo. Por eso el golpe fue mucho más fuerte, más cruel, porque no estaba en condiciones de asumirlo. El fracaso era la única opción que no había contemplado ni por un segundo Clara Ochoa, pero la crítica la masacró. Josep Mª Cadena se preguntaba en su columna de El Periódico dónde habían ido a parar la frescura, el trazo enérgico, la valentía, porque ante él solo se encontraba una pintura constreñida, de trazo errático, sin interés alguno.
Clara Ochoa enfermó. Nada en su cuerpo denotaba el origen de una fiebre extraña que no la abandonó durante dos semanas. Cuando lo hizo se sintió débil, había perdido varios kilos y sobre su frente se alojaba un tenue dolor de cabeza que no conseguía hacer desaparecer. Gerardo Quiroga decidió entonces que necesitaba distraerse, e iniciaron el primero de los tres grandes viajes que realizarían juntos.
Java, Sumatra, Borneo, Bali y luego el salto al continente australiano. Clara Ochoa se extasió ante aquellos mundos que le parecieron llenos de magia y Gerardo Quiroga no se cansaba de traspasarle cuanto sabía de su historia y su cultura.
Fue casi al final cuando conoció a Esther Winslow. Habían chocado literalmente al salir ella del ascensor en el hotel donde se hospedaban en Sydney, se sonrieron y ambas se pidieron disculpas. Al día siguiente se saludaron a la hora del desayuno y al siguiente ya se sentaron juntas. Estaban preparando los camareros la sala para la comida cuando se levantaban de la mesa. Esther no paró de hablar, pero Clara no se quedó atrás.
La inglesa era profesora de literatura en uno de los Colegios Mayores de Cambridge y por aquel entonces Clara Ochoa ya se había convertido en una lectora compulsiva. Devoraba todo cuanto caía en sus manos y ya fuera por tiempo o porque sus lecturas eran más selectivas, no siempre su marido había leído lo mismo que ella, con lo que se le negaba el placer de comentar algunos de los libros que le gustaban. Resultó que Esther Winslow era, como ella, una fan de la novela negra. Novelas que él consideraba de género y por las que no sentía ningún interés.
Eso hizo que los diez días que les quedaban de estancia en Sydney, fueran compartidos casi en su totalidad por “la inglesa” como la llamaba Gerardo Quiroga con cierto de desprecio y lo que hasta entonces había sido un placentero viaje empezó a resquebrajarse y aparecieron las discusiones.
Cuanto más denostaba él a Esther, más la defendía Clara Ochoa. Lo que podía haber durado tanto como los días que estuvieran juntas, se alargó en el tiempo. Dos o tres veces al año, durante tres años, Clara Ochoa visitó a su amiga en Cambridge. Al principio su amistad era puramente literaria, pero ya el primer año notó en varias ocasiones caricias inofensivas que le quemaban la piel y la hacían sentirse incómoda. Aquella mujer pequeña, delgada, de mirada acuosa, parecía vampirizarle la energía y mantenerla en estado casi hipnótico durante toda su estancia en Cambridge. No la dejaba salir de casa y nunca le presentó a sus amigos. Tenía lagunas en su mente de momentos perdidos.
Fue al tercer año cuando, como si despertara de un sueño, se descubrió en la cama de Esther, junto a ella y a otra mujer que no conocía, las tres desnudas y visiblemente excitadas sexualmente. Sentía su cuerpo ardiendo, como si le abrasara la fiebre, mientras la mujer desconocida estimulaba su clítoris y el de Esther Winslow y ésta mordisqueaba sus pezones.
Dejó que le llegara el orgasmo y luego se durmió.A la mañana siguiente hizo la maleta y se marchó de la casa de Esther Winslow sin una nota, estaba demasiado enfurecida, ya en el aeropuerto, algo más calmada, compró una postal y en ella descargó su enfado. El texto finalizaba con un: “…En este momento odio tus gestos, tu voz, odio tu amabilidad y me odio a mí misma por dejarme manipular de esta forma tan sucia. No intentes ponerte en contacto conmigo, no contestaré nada que provenga de ti.”