domingo, 28 de febrero de 2010

El zapato


Ana tira la chaqueta y el bolso sobre la cama, se vuelve hacia él con las manos descansando sobre las caderas en actitud desafiante y le advierte:

–Julián, estás hablando conmigo ¿recuerdas? No intentes darle la vuelta al asunto.

–Hoy no estás tú muy lúcida que digamos.

Mientras se sienta en la cama de la habitación del hotel, empieza a desatarse el cordón de uno de sus zapatos.

–¡Ah no, guapito, huelo tu mierda a distancia, me la he tragado demasiadas veces. El marrón es tuyo, yo, no tengo nada que ver.

–Pero que mierda, ni que marrón, ni que leches, solo estoy intentando decirte que yo no puedo. Mi mujer ya ha comprado los billetes para las mismas fechas.

Reprimiendo el deseo de lanzarlo contra la pared, sujeta con fuerza el zapato que se ha desatado

–¿Por qué metes a tu mujer en esto? ¿Por qué siempre que tú decides no hacer algo conmigo, se te arrugan los cojones e indiscutiblemente culpas a tu mujer?

–¿Me estás diciendo que no me atrevo a exponer ante su majestad, que no me apetecen nada cuatro días en París?

Apuntando a Ana con el dedo índice de la mano izquierda, se levanta de la cama medio descalzo mientras la mano derecha cae sobre el costado sin dejar de sostener el zapato.

–No, Julián, no. Esta reina no te pide vasallaje. Esta reina empieza a estar hasta los ovarios de tanto "no puedo". De tanto "Ay cariño, yo si querría, pero ya sabes, ese día no puedo dejar a Beatriz sola". Antes, tu mujer podía quedarse sola siempre que a ti te apetecía. Últimamente requiere tu presencia hasta para mear.

–No seas bestia Ana.

–Esta semana solo nos hemos visto hoy. Y al parecer no voy a poder estar contigo hasta dentro de diez días. Ya no me sirves Julián.

–Vamos a calmarnos...

Se sienta de nuevo en la cama en un intento de recuperar el control que se le está escapando de las manos

–No pienso calmarme, ¡estoy harta de calmarme! Tengo cuarenta y dos años y estoy pagando una terapia para poder dejar de calmarme, para hablar sin tapujos, sin hipocresías. Y si te jode, lo siento, puedo darte el teléfono de mi terapeuta.

–Estás empezando a ponerme nervioso.

El tono de su voz se eleva, mientras lanza el zapato contra la pared

–¡Bien!

Se cruza de brazos ella.

–No juegues conmigo, Ana. No estoy para juegos.

–No estás para nada, cariño, si me permites que te lo diga.

–Bueno ¡Basta!

Se pone en pie sin poder disimular su enfado

–Bueno, basta ¡Qué?

–Así no vamos a ninguna parte. Estamos empezando a decir cosas que luego desearemos no haber dicho.

Intenta acercarse a Ana pero ésta retrocede unos pasos. Los brazos de ella caen con desgana a ambos lados del cuerpo aunque sus puños permanecen cerrados. Los ojos están fijos en él.

–No Julián, de verdad ¡se acabó! Estoy cansada. Cansada de luchar por una relación que solo a mí me importa, o al menos esa es la sensación que tengo. ¡Se acabó! Me rindo, tu mujer ha sido más lista, más sutil. ¡Ha ganado!

–Ana ¡Por Dios! Te necesito. Será la última vez. En cuanto vuelva, nos vamos nosotros dos donde tú quieras.

Esta vez consigue agarrarla por los brazos hasta que ella, incómoda, logra desembarazarse.

–Estoy cansada, ya te lo he dicho. Eres demasiado alto, demasiado guapo, demasiado especial, demasiado divertido. Me agota estar compitiendo con Beatriz y con todas las mujeres que se agolpan a tu alrededor.

Mientras habla, Ana recoge su bolso, se asegura de que móvil, monedero y llaves están en el interior y se pone el abrigo. Julián se ha pegado a ella como si fuera su sombra hasta que, desafiante, da media vuelta y clava sus ojos en él. Julián se paraliza, solo su voz consigue salir al exterior envuelta en un tono de súplica que a él mismo le parece patético, un bumerang que atraviesa sus oídos.

–¡Pero nadie me importa como tú! ¡Te quiero Ana! Necesito...

Ana se aleja hacia la puerta.

–¿Dónde vas? ¡No te vayas!

Intenta seguirla.

–¡No dejaré que te vayas! ¡Tenemos que hablar! ¡no puedes dejarme! tenemos que aclarar este absurdo...

Pero ella ya ha cerrado la puerta tras de sí. En el aire aun flota su voz.

–Adiós Julián.

Julián se apoya en la puerta cerrada incapaz de abrirla y correr tras ella. Resbala lentamente hacia el suelo. Cae desmadejado sobre él con la mirada ausente, mirando sin ver el solitario zapato que, vuelto del revés, reposa en la moqueta frente a él.

domingo, 21 de febrero de 2010

Al Alba

Las luces del alba se filtraban por la ventana cuando acabó de escribir la carta. Con ademanes lentos la dobló y la introdujo en un sobre azul que había encontrado al fondo, en el cajón de la cómoda.

Recordaba aquel sobre.

Hace años protegió la carta de Alfonso, donde le proponía confiarse al mar, navegar sobre él hacia nuevas playas, lejos. Por eso lo había pintado de azul con tinta diluida.

El color no era uniforme.

En algunos lugares, intensificado por el tiempo, se asomaba indeciso el blanco del papel, y eso evocaba en ella la suave espuma que el viento de poniente dibuja sobre el mar. Se levantó, bajó en silencio las escaleras y apartó la cortina de la puerta que preservaba la casa de moscas y calor. Salió al exterior, ningún rincón de su cuerpo albergaba la duda cuando lo encauzó en una dirección de la que no se apartaría hasta llegar a destino.


Alfonso había pasado la noche intentando acallar su conciencia. Desde la llegada al pueblo de las brigadas navarras, en plena guerra civil, una idea había germinado en su interior hasta desbordarlo.

Lo delataría.

Delataría a Ginés por rojo.

Aquellos cafres no necesitaban mucho más para ejecutar a la gente al alba, y entonces él recuperaría su lugar, el que le correspondía, el que nunca debió arrebatarle.

Lo que más le dolió, no fue que Ginés comprara sus tierras por cuatro perras en pública subasta, sino el lento e imparable acoso con el que cercó a su novia. Dos semanas antes de la boda que había de unir a Elena y Alfonso, bailando en sus ojos la angustia, robándole al mar lágrimas, ella le reveló que su padre la había comprometido con Ginés, que sería con él con quien se casaría pasados quince días. Sus tierras, las que un día pertenecieron a Alfonso, lindaban con las del padre de Elena, y su unión haría que las familias pasaran a ocupar el primer lugar en el pueblo.

En ese instante se borró su futuro.

Su vida se desplomó como un castillo de naipes, y la desidia y el victimismo pasaron a formar parte de un mundo nuevo, acotado en la taberna de La Chara, del que siempre salía vacío de conciencia.


Ginés había vuelto a dormir solo, no le llegó el calor del cuerpo de Elena, ni la suave concavidad modelada por ella en las sábanas, ni la grata sensación de amparo que su contacto le transmitía. Debía tener de nuevo problemas de insomnio. Se levantó y bajó hasta la cocina, pero tampoco estaba allí. Se sentó y se quedó quieto. Hacía tiempo que notaba aquel sutil e imparable extrañamiento de su mujer. Él sabía que no se había casado enamorada, pero pensó que el tiempo, el cariño, la dedicación, acabarían ganando su corazón. Pero no era así, ni lo sería nunca mientras él permaneciera allí, ¿por qué no se había ido Alfonso? Él no decía nada ¡nunca decía nada! Pero estaba presente. Y esa presencia lo hacía sentirse desposeído de todo lo que era suyo. No creía poder aguantar mucho más, notaba su resistencia al límite. Hacía días que venía pensándolo y sin duda era la mejor solución.

Lo delataría.

Delataría a Alfonso por rojo.

Aquellos cafres no necesitaban mucho más para ejecutar a la gente al alba, y entonces él quedaría libre.


Al entrar en el cuartel de la guardia civil que servía de refugio a las brigadas navarras, Elena se dirigió al soldado de guardia y le pidió entrevistarse de nuevo con el capitán. La luz del sol empezaba a intuirse, preñando de rojo el aire, dejando atrás las sombras de una noche movida por el viento de lebeche. El día anterior había sido informada del modo en que debía llevar a cabo la denuncia. En su bolsillo, dentro del sobre azul, se hallaba todo lo necesario.


Alfonso acababa de levantarse cuando unos fuertes golpes sonaron en la puerta. Se quedó quieto. Solo los ojos se movieron veloces intentando localizar cualquier cosa que pudiera ayudarlo a defenderse. A través del quicio de la puerta, reparó en el cuchillo que descansaba sobre la mesa de la cocina, pero algo más allá, vio a un soldado que le estaba apuntando. Había entrado por la puerta del patio, casi siempre abierta, más por descuido que por intención. Lo encañonó hasta la puerta principal y la abrió. Cuatro hombres más entraron en la casa, lo inmovilizaron y, casi a rastras, lo sacaron a la calle y lo subieron al camión.


Ginés aun no se había movido de la cocina cuando llamaron a la puerta. Fue a abrir sin recelo, y como un mal viento que atravesara su vida, cuatro hombres entraron en el recibidor apuntándolo con cuatro carabinas. En unos segundos se halló dentro de un coche en dirección al cuartel de la guardia civil. Ninguna de sus preguntas fue contestada.

Al llegar, lo sacaron sin demasiados miramientos y sin dejar de apuntarle. Lo trasladaron a una de las pequeñas celdas situadas en el ala norte, desde donde se escuchaba, a través del ventanuco, el rumor perenne del mar. Una vez dentro, se quedó inmóvil, aferrado a las rejas de la puerta, incapaz de reaccionar. Y fue entonces cuando oyó la voz enronquecida de Alfonso chillando, maldiciendo al final del pasillo.

Sus gritos iban dirigidos a él, a un Ginés imaginario que se encontrara junto a Alfonso en la celda. Lo llenaba de improperios y lo acusaba de delator, lo culpaba de todas sus desgracias y le deseaba la muerte más horrenda.

Ginés esperó a que se calmara y, desde su celda, lo llamó, le preguntó si sabía qué estaba pasando, qué hacían ellos dos allí.

No recibió respuesta.

Apretó entonces la frente sobre la reja de la puerta para poder escrutar mejor las sombras que llenaban el pasillo. La cara de Alfonso atónita, confundida, desconcertada, parecía una mancha blanca colgada sobre la puerta de la celda del fondo, que también daba al mar.

De repente, filtrándose desde el exterior, les llegó una voz de mujer que ambos reconocieron. Elena entonaba un canto sobre cobardía, abandono, imposiciones y miedo, mientras se alejaba de ellos camino de la playa, hacia el lugar donde al alba serían ejecutados.


Al alba, al alba,

al alba, al alba.

Dejaré que me abandones

amor mío, al alba,

sábado, 13 de febrero de 2010


ADELA RAMOS

La familia Clares estaba compuesta por dos hermanos solteros, Fernando, el mayor y Elvira, cuatro años más joven. Su fortuna provenía de los cinco grandes almacenes de grano y salazones heredados de su padre, y aunque habían nacido en Cartagena, decidieron trasladarse a vivir a Isla Plana. El motivo, haber abrazado los dos una forma de vida que, en los años treinta y cuarenta del siglo XX, se consideraba extravagante.

Fernando y Elvira eran vegetarianos, con toda la filosofía de vida que ello comportaba.

El Huerto de los Clares, como todos la conocían en el pueblo, era una extensa finca de forma alargada, paralela al mar, frente a la Playa de las Barracas, de unos cincuenta metros de anchura por casi ciento cincuenta de largo. Tenía dos puertas, la principal miraba a la carretera, la de atrás comunicaba directamente con la playa.

Por ella, fuera invierno o verano, salían cada día los dos hermanos, justo al despuntar el alba, para bañarse desnudos en el mar.

Nadie quiso en su momento ir a servir a una casa donde la desnudez no era entendida como pecado. Solo Adela Ramos se presentó al requerimiento recién cumplidos los doce años. A los siete, se había quedado muda en un accidente, y no encontraba lugar entre los habitantes del pueblo

Cuando estalló la guerra civil, los hermanos Clares casi duplicaron su fortuna abasteciendo a las tropas de la República.

Entablaron amistad con los altos mandos militares que defendían Cartagena y su puerto, uno de los enclaves más importantes fieles a la República, y cada fin de semana, alguno de ellos se retiraba a descansar al Huerto de los Clares para disfrutar de la hospitalidad de los dos hermanos y de los Baños de la Marrana, un manantial de agua dulce que surgía casi a tocar del mar, en los acantilados cercanos a la iglesia, donde un tosco edificio, dividido en varias habitaciones amuebladas con rugosas bañeras de piedra, permitía tomar baños medicinales. Se remontaban a la época romana, y eran famosos por sus propiedades curativas, sobre todo de la artritis y el reuma.

En el Huerto de los Clares, la joven Adela Ramos era la encargada de asumir toda la responsabilidad de la casa, así que se levantaba al amanecer y se acostaba rendida por el cansancio en cuanto había servido la cena. Más de una vez solicitó a los amos que contrataran a otra persona para ayudarla, pero siempre recibió la misma respuesta.

No.

Pareciera que cuanto más dinero acumulaban, más tacaños se volvían los dos hermanos.

Ella nunca tuvo un reproche para Elvira y Fernando hasta el día que cumplió quince años.

Aquella noche, mientras arrodillada junto a la cama rezaba sus oraciones para dar gracias a un Dios benigno que le proporcionaba comida y cobijo, la figura de Fernando Clares apareció ante sus ojos surgida de la oscuridad del pasillo. Entró en el cuarto de Adela Ramos como si fuera el suyo propio, y le dejó sobre la cama, frente a ella, una pequeña caja de madera. Con gestos perentorios de su brazo derecho, señalando al objeto y a Adela de forma intermitente, hizo obvio que se lo entregaba como obsequio.

Al principio pareció no entenderlo, nunca le habían regalado nada, pero enseguida se iluminó su cara al comprender que aquella bonita caja de madera le pertenecía a partir de aquel momento. Con una graciosa reverencia manifestó su agradecimiento, y Fernando se la devolvió con modales grandilocuentes y una risa sorda.

Al intentar explicarle que la caja, que aun sostenía la muchacha contra su pecho, no era el regalo sino el envoltorio, rozó sus senos. Ella enrojeció de inmediato, sintiendo como su estómago se le encogía en un espasmo. Del interior del estuche sacó Fernando un aro de plata, que introdujo en el dedo anular de una sorprendida Adela Ramos.

Como si aquel roce, que nació inocente, se hubiera pervertido de forma irreversible, Fernando Clares no soltó la pequeña mano que ahora se retorcía, asustada e impotente, entre sus fuertes dedos.

Desde el otro extremo del pasillo, Elvira Clares oyó el ruido del somier y de los cuerpos en lucha, y en su mente se abrió una puerta que había cerrado hacía ya muchos años. Su espalda se arqueó, y vomitó el miedo y la ira junto con el pescado de la cena.

Desde ese día, y pese a los esfuerzos que hacía para disimularlo, a Elvira Clares le era imposible estar a solas junto a Adela Ramos. Se lo impedían un odio que no entendía ni podía controlar y la repugnancia y el asco que la presencia de la muchacha le producía.

La guerra se recrudeció, pero en aquel pequeño pueblo de Isla Plana, la vida simuló seguir el mismo ritmo, sin sobresaltos aparentes.

Una noche, se sirvió en el Huerto de los Clares una cena para cinco personas, dos comandantes, un capitán de fragata, Elvira y Fernando. Sobre la mesa, bajo la luz de la hermosa lámpara de lágrimas de cristal donde ardían no menos de treinta velas, resplandecían los cubiertos de plata.

El comandante Artigas era un buen conversador, y desde hacía algunos minutos explicaba anécdotas divertidas. Elvira Clares las recompensaba con risas que simulaba ahogar con su mano derecha, exquisitamente envuelta en un guante de fino brocado de hilo, por el que sobresalía, a la altura de las uñas, cinco dedos meticulosamente pulcros.

–¡Qué agradable escuchar su risa en estos tiempos de oscuridad y miedo! –se dirigió Artigas a Fernando–, que suerte tiene, mi querido amigo, al disfrutar de una compañía tan alegre como la de su hermana.

–Agradezco sinceramente su gentileza, en mi nombre y en el de mi hermana.

–Solo digo lo que siento, y ahora, si me lo permite, me gustaría tratar el tema que nos ha traído aquí esta noche… –se paró de repente al darse cuenta de la presencia de Adela, de pie en un rincón, a la espera de retirar los platos. Bajó su voz al seguir hablando–. ¿Podría pedirle a su sirvienta que se retirara? Lo que tengo que decirle es totalmente confidencial.

–No se preocupe mi comandante, es muda. Hace ocho años que trabaja para nosotros, es como si no estuviera.

–En ese caso… –siguió hablando Artigas–. El motivo por el que hemos venido a visitarle es para solicitar su ayuda, que por supuesto será recompensada. El capitán Ballesta le pondrá al corriente de los hechos. Fue él quien descubrió el engaño del camarada Orlov. Siga usted capitán.

–Verá, señor Clares –comenzó a hablar el capitán Ballesta con el orgullo tiñendo el tono de su voz–, no se si usted habrá intuido, por todos los partes de guerra que se escuchan estos días por la radio, que Madrid está a punto de caer en manos de los rebeldes fascistas. Debido a ello, con destino a Cartagena y en el más absoluto de los secretos, partió desde la capital un convoy con todo el oro que se guardaba en las arcas del Banco de España. En ese tren, han viajado también el Ministro de Economía y su secretario, responsables de que la operación para salvaguardar el oro se llevase a término sin percance alguno.

>>De acuerdo con lo pactado desde Madrid, a su llegada a nuestra ciudad se han reunido con el camarada Orlov, representante del gobierno ruso, para transferir el oro a cuatro barcos que lo trasladarán hasta el puerto de Odessa, y desde allí a Moscú, donde será debidamente custodiado.

La cara de Fernando Clares había perdido el color. Por primera vez, y desde personas con total conocimiento de la situación, se manifestaba el hecho que tanto temía. La guerra estaba perdida. En su momento había escogido un bando y se había equivocado al suponer que el del gobierno sería el más seguro. Se maldijo por su estupidez, y de su boca surgieron unas palabras ahogadas por el miedo.

–¡Dios mío! ¡Qué va a ser de mí…de nosotros…!

El comandante Artigas no le dejó continuar.

–Tranquilícese, amigo mío, ha ocurrido un suceso que puede ayudarnos a todos. Siga capitán Ballesta.

–Por pura casualidad, –siguió, algo incómodo por la reacción inesperada de Fernando–, me encontraba detrás del camarada Orlov cuando el secretario del ministro, don Jiménez Ponce, cantó la cantidad de cajas que el tenía anotadas como el total de las embarcadas en los cargueros. Hubo unos segundos de duda en Orlov, y al mirar yo, de forma instintiva, por encima de su hombro, pude ver que sus cifras no coincidían con las del secretario. Él tenía anotadas cien cajas más, pero después de esos segundos de duda dijo con voz segura: ”Exacto, camarada Jiménez”.

Fernando Clares no podía dar crédito a lo que estaba oyendo. Empezaba a intuir por dónde se decantaría la petición que aquellos tres hombres iban a formularle, y en el interior de su cabeza ya estaba empezando a dar vueltas una idea que surgía con fuerza. La traina de Sebastián es la mas grande del pueblo, pensó, esa podrá servirme, sino tendré que mirar en el Puerto de Mazarrón.

Mientras tanto, el capitán Ballesta seguía con su explicación:

–Desde el momento en que Orlov dijo esa frase, me pegué a él sin que se diera cuenta, y tal como me había imaginado, por la noche, con la ayuda de siete estibadores del puerto, descargó cien cajas de uno de los buques, con el tiempo justo para verlo partir a las seis de la mañana tal como estaba previsto. Enseguida me dirigí a mi superior, el comandante Urdazi –sonrió al ser nombrado, el otro hombre que apenas había hablado durante la cena–, quien llamó al comandante Artigas y, entre los tres, dispusimos que… para que caigan en manos de ese hijo de puta las cien cajas de oro, estarán mejor en manos españolas.

Enseguida tomó la palabra el comandante Urdazi, como si todo en aquel discurso hubiera sido previsto, ensayado.

–Y ahora es donde entras tú en nuestros planes, amigo Fernando. Necesitamos un lugar donde esconder el oro, y que mejor refugio que la cuadra del Huerto de los Clares.

Un silencio tenso siguió a las últimas palabras de Urdazi.

Dejaron los tenedores dentro de los platos y recostaron las espaldas contra el respaldo de las sillas. Todo había sido dicho. Ocho ojos expectantes se centraron en la figura de Fernando Clares, que sonrió ampliamente mientras le hacía a Adela Ramos la señal acostumbrada para retirar los platos.

Al verla, la muchacha reaccionó de inmediato atenta a la orden del amo, ejecutándola con presteza. Al cabo de pocos minutos, aparecía en el comedor sosteniendo una frágil y trabajada bandeja de porcelana blanca con los postres perfectamente alineados sobre ella. Con sumo cuidado, los fue situando delante de los tres invitados, de doña Elvira y de Fernando Clares quien, con un nuevo gesto de las manos, le hizo saber, como cada noche, que ya podía retirarse.

Adela Ramos estuvo despierta mucho rato, pero el amo no se acercó a su dormitorio.

Finalmente se durmió.

Hacia las dos de la madrugada, ayudados por Fernando, los tres hombres empezaron a descargar el camión que los había llevado hasta Isla Plana, y una hora después hacían lo mismo con la llegada de otro vehículos cuyo contenido pasó a amontonarse junto a las primeras cajas en la amplia cuadra adosada a la casa. Todo ello quedó perfectamente camuflado cubierto con balas de paja, a la espera de ser repartido, de acuerdo con lo pactado, en cuanto Orlov desistiera de su búsqueda.

El día siguiente lo pasó Fernando Clares dando nerviosos paseos por la playa a la búsqueda de un plan que le permitiera quedarse con todo el oro. Pensó en exiliarse a Brasil, Argentina o México, pero eso era demasiado evidente. Finalmente creyó haber encontrado la solución. Necesitaba un muerto con sus características para fingir un accidente. Mientras tanto, él desaparecería con todo el oro. De repente, y pese a tener su vida solucionada económicamente, nada en el mundo era tan importante como aquellas hermosas piezas de metal amarillo que reposaban en su cuadra.

Cinco días tardó en conseguir el material necesario, así como una barca lo suficientemente grande como para poder esconder en ella todas las cajas. El plan estaba a punto cuando recibió la inesperada visita de los comandantes.

–Amigo Fernando, estamos muy preocupados –le dijo sin anteponer ningún saludo el comandante Urdazi–, el camarada Orlov está removiendo cielo y tierra y mucho nos tememos que pueda acabar descubriendo nuestro refugio. Sus métodos de interrogación ya han ocasionado una muerte. Artigas y yo hemos decidido llevarnos esta misma noche el oro que podamos cargar en el coche oficial y huir hacia la frontera francesa. Te aconsejamos que hagas lo mismo.

Mientras hablaba, Urdazi se dirigió hacia el jardín seguido por los dos hombres, en dirección a la puerta de la cuadra que halló entreabierta.

–¿No cerraste con llave la puerta? –preguntó sorprendido Artigas.

–¡Naturalmente! –se abalanzó hacia el interior Fernando Clares con la ansiedad saturando su voz.

Empezaron a mover las balas de paja con el estómago encogido, para descubrir que bajo ellas se amontonaba la leña que debía servir para la cocina económica y la chimenea en el invierno, y no las cien cajas conteniendo parte del oro del Banco de España.

De repente. Fernando emitió un aullido desgarrador invocando el nombre de la única persona que había podido robarles, y entendió la cama vacía de la noche anterior, hecho al que no prestó atención inmerso en sus delirios y fantasías, así como la extraña, la inusual soledad de la cocina aquella mañana.

–¡¡¡ADELAAAAA!!! –Fue el grito desgarrado que cortó el aire como un cuchillo.

Adela Ramos se sentía en estado de gracia. La plana superficie de un mar encalmado le devolvía el reflejo de la luna fragmentado en millones de luces.

Junto a ella, en la traina donde su padre robaba peces al mar, su madre y sus tres hermanos se acomodaban con dificultad sobre las cincuenta cajas de oro que llenaban el casco por completo. Cien metros por detrás de ellos, su primo Vicente controlaba el viejo motor de la barcaza donde transportaba, dos veces por semana, el contrabando de cigarrillos y latas de carne desde las vecinas costas de Marruecos. Pero la carga que aquella noche la hundía casi por completo, eran las otras cincuenta cajas de pequeños y relucientes doblones de oro, que al amanecer descansarían sobre las playas de Ceuta.